domingo, 22 de abril de 2012

Alfredo Ybarra



Realidades y deseos
Alfredo Ybarra

Hemos vivido los últimos tiempos, y no le hemos creído, en un delirante paripé. Nos hacían bailar al son de promesas pomposas. Todo era posible en un maravilloso mundo de consumo donde la banca nos guiñaba un ojo para no ponernos tope al despiporre. Hemos hecho una versión moderna de Fausto. Hemos vendido nuestra alma al demonio del consumo, del gasto y del crédito. El esplendor era posible, sólo había que cogerlo. Luego nos enteremos que esa fastuosidad poco a poco, como esos saquitos de semillas que se calientan en el microondas para paliar dolores, luego va calentándonos con severidad los riñones. Y después nos ha sobrevenido el cólico colectivo y el anuncio de nuestros dirigentes políticos y económicos de que tenemos que sacrificarnos, que nosotros (ellos no, ellos han estado siempre en el faro señalando los acantilados) hemos sido unos manirrotos. Claro. Al final hemos bajado a los infiernos. Y digo esto porque siempre hemos estado ahí, en una pugna difícil entre la realidad y el deseo. En torno al deseo hay que apuntar que el logro máximo de la inteligencia es la ética y su realización práctica es la bondad, muy unida a nuestros más profundos deseos. El deseo es la esencia de la libertad y la fuente de la moral; algo que es exclusivo del ser humano. El deseo de pasarlo bien, del deleite, del bienestar, ...El deseo de relacionarnos con los demás, de vincularnos a otros, como seres sociales que somos. El deseo de crear y de realizar cosas de las que nos sintamos orgullosos, y que nos reconozcan. El deseo de ampliar las posibilidades de cada uno.Me recuerda esto la serie televisiva de Mad Men, que expresa perfectamente cuanto digo; se trata de una agencia publicitaria estadounidense de los años 60, en pleno apogeo y desarrollo, con unos personajes que triunfan en su trabajo, inventando eslóganes publicitarios para fomentar el apetito consumista, pero que fracasan en su vida personal y familiar, sustentadas en el engaño y en la apariencia.
George Eliot dijo que nunca es demasiado tarde para ser lo que querríamos haber sido. Del mismo modo, nunca es demasiado tarde para poder ser esa sociedad que quisimos y deberíamos haber sido. Pero llegar a ser lo que una vez aspiramos ser conlleva saber a dónde queremos llegar, intentarlo y ser capaces de hacerlo. Esta reflexión lleva implícita una pregunta. ¿Qué tipo de persona necesitaríamos tener en puestos de toma de decisión para poder facilitar el camino? Mirando lo cercano vivimos desquiciados en una realidad que nada tiene que ver con nuestros auténticos deseos. ¿Buscamos el bienestar personal y familiar, de nuestro círculo cercano como principal meta de la vida o buscamos otras cosas?. A día de hoy el éxito vital del ser humano en general sigue estando definido en gran medida por el nivel profesional que llegue a alcanzar. La conciliación entre la vida profesional y familiar, especialmente en nuestros lares, es difícil. Todos conocemos a personas, especialmente hombres que llegados los cuarenta y los cincuenta lamentan no tener la relación que querrían con sus hijos y echan de menos aún más el haber disfrutado más de ellos cuando eran niños. Todos echamos de menos llegados a una edad, no haber tenido tiempo para esto y para aquello, que en definitiva es lo que creemos que hubiera dado mucho sentido a nuestra vida y llenado muchos de sus grandes espacios. La tensión entre la realidad y el deseo se vive con dolor y siempre estamos en déficit. De ahí a que nos sintamos frustrados y vacíos hay un paso. Y en todo esto, la llamada crisis ha venido a despertarnos, a cuestionarnos, a deshacernos, sí, con el riesgo de la angustia y el sufrimiento (para muchas personas es demasiado sangrante). Pero también los momentos que vivimos son una oportunidad que nos moviliza, nos cuestiona y nos cambia. Una oportunidad que hay que aprovechar para saber escucharnos auténticamente, particularmente, y también colectivamente. Y ninguna sociedad debería permitirse el lujo sombrío de quedarse sin sus latidos. Pero es que los referentes morales del pensamiento están en una compleja travesía de obstáculos. Hoy los intelectuales viven horas bastante bajas en la deferencia e interés públicos, porque sus referentes de mayor eco social (pensadores, creadores, líderes del conocimiento y la instrucción, científicos, periodistas y economistas) se ven demasiado constreñidos por múltiples circunstancias, algunas poco inocentes, y los intereses del poder buscan atenazarlos. En el fondo el mayor de nuestros deseos es hacernos con la verdad, aunque nos dé cierto miedo y tratemos siempre desde nuestros yo periféricos de poner cortinas al verdadero objetivo de nuestra vida. El compromiso con la verdad debiera ser el mayor de nuestros deseos expresados. El más importante anhelo cívico. Las emociones están en la base de los deseos y de la inteligencia se dice que es emocional. Visto de este modo, el deseo se convierte en el portavoz de uno mismo, lo que debiera ser imprescindible para regenerar nuestra vida. Y sería hora de que quienes nos dirigen en esto de la crisis nos pusieran en la tesitura de que volviéramos los espejos hacia dentro.

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