sábado, 5 de mayo de 2007

UN ANGELITO MARTIR

La mañana era espléndida, el sol hacía rato brillaba alto, inundando la costa de luz, y el mar de un azul claro, mostraba una superficie tersa como si de un lago se tratara. Conducía mi automóvil por la carretera costera, que en esos momentos apenas tenía tráfico, algo inusual pues casi siempre estaba atestada de vehículos de todo tipo. Bandadas de gaviotas sobrevolaban las tranquilas aguas de la bahía, zambulléndose en busca de una presa, y emergiendo al poco con un pez en el pico. Era todo aquello a lo que estaba acostumbrado, pero que aquella mañana me hacía sentirme en un estado de ánimo cercano a la euforia. Aún no sospechaba lo cerca que estaba de aquella paz y calma se iban a trocar en dolor, rabia e impotencia.

De improviso, un seco estampido martirizó mis oídos, haciéndome reaccionar pisando a fondo el freno, lo que hizo que las bolsas que llevaba en el asiento trasero desparramaran su contenido por el fondo del coche, llegando alguna manzana hasta mis pies. Miré atrás, y una humareda se elevaba hacia el cielo tras el recodo de la carretera que ocultaba una pequeña colina. Una bandada de gaviotas huía asustada batiendo sus alas alejándose mar adentro. En un instante, el bello aspecto de la mañana se había trastornado. Los pocos viandantes corrían en dirección a aquella columna de humo que se iba agrandando por segundos.

Un coche de la policía pasó a mi lado a toda velocidad, seguido a poco por un camión de bomberos que hacía sonar la sirena estruendosamente. Tras unos momentos de duda, puse en marcha el coche, girando el sentido de mi anterior dirección, y encaminándome hacia aquél humo que al conjeturar su procedencia, me daba un escalofrío.

Apenas rebasado el recodo del camino, observé un espectáculo dantesco. La casa-cuartel de la Guardia Civil que había pasado hacía escasos minutos, cuyo guardia de puerta me había saludado con la mano, como hacía todas las mañanas, era un montón de escombros y hierros retorcidos. Mi amigo Julián, que todas las mañanas me veía pasar, y muchas veces había tomado una cerveza conmigo en el chiringuito de la playa, yacía en el suelo inmóvil en un gran charco de sangre.

Frené y salté del coche. Inútil mi esfuerzo por reanimarlo. Julián ya no volvería a agitar su mano alegremente a mi paso, ni referirme entre sorbos de fresquísima cerveza las últimas peripecias de los contrabandistas o pateros. Un nudo se me hizo en el pecho, y mis ojos se nublaron. Si lo que mi mente se empeñaba en rechazar era cierto, no solo mi amigo habría pagado con su vida el velar por las de los demás. Pero algo me hizo reaccionar de inmediato. Un llanto infantil se oía cercano, e incorporándome traté de localizar la procedencia de aquellos gemidos. Allá arriba sobre el montón de cascotes parecía oírse el lamento infantil.

Recordé mi ya lejana juventud, cuando la catástrofe de Cádiz. Mi grupo de compañeros de la Milicia Naval Universitaria había trepado por los muros de la Casa Cuna y tomando en los brazos a numerosos niños aprisionados en sus cunitas, formamos una cadena humana sobre las vacilantes paredes, hasta depositarlos en las ambulancias que acudieron Aquella acción nos hizo ganar nuestras dos primeras cruces naval y militar. Pero hoy, cincuenta y cinco años después, yo estaba allí solo, mis piernas ya no eran aquel fuerte mazo de músculos tonificados por los ejercicios náuticos y el fútbol, sino un par de remos desvencijados carcomidos por el reuma.

Miré por segunda vez a la cima de aquel montón de escombros. Una lengua de fuego lamía la parte opuesta de lo que quedaba en pié de la casa-cuartel, y empezaba a ganar intensidad. Sin dudarlo más, empecé a trepar por los cascotes. Caí varias veces. Mi pantalón empezó a presentar rotos y las rodillas y palmas de las manos comenzaron a sangrar, pero seguí hacia arriba penosamente, llegando por fin a la altura del segundo piso. Me detuve un momento jadeante, tratando de orientarme. Un policía local me gritaba desde abajo que bajara inmediatamente, que aquello se derrumbaría de un momento a otro, pero yo no le escuchaba, solo procuraba guiarme por aquellos lamentos infantiles que se oían cada vez más cercanos, pero más débiles.

Al fin puse mis pies sobre un trozo de suelo estable. Una puerta reventada se abría ante mí, y hacia allá me orientó un gemido sordo. Las llamas alcanzaban ya la pared trasera de aquella parte del derruido edificio. Atravesé el dintel y horrorizado vi un cuerpecito en el caos de lo que antes fue un coquetón dormitorio infantil. Los muñecos que habían estado en estantes, ahora se mezclaban con trozos de cristal, maderas y cascotes, y la cama estaba aprisionando el cuerpo de una niñita rubia de unos siete años cubierta de sangre.

Levanté la cama liberando el cuerpo, y me arrodillé para evaluar la situación. La niña presentaba varios cortes por los que sangraba abundantemente y lo primero que se me ocurrió, fue obtener vendas con trozos de sábana haciendo tiras, para contener aquellas hemorragias. Aún recordaba mi preparación como socorrista de Cruz Roja del Mar, y tenía que impedir que siguiera desangrándose. Unos ojos apenas con vida me miraron agradecidos, y continúe mi labor sanitaria. Una pierna presentaba un aspecto extraño, por lo que deduje que estaba rota. Entre las astillas de madera encontré un trozo largo, y forrándola con un pedazo de sábana, la apliqué a la pierna y la envolví con tiras de tela para inmovilizarla.

En ese momento, la chiquilla se reanimó levemente y me pidió insistente algo que había en lo que fue la cabecera de su cama, pero que yo no veía. Una y otra vez insistía: “mi Virgen, mi Virgen”. La dejé un momento y fui hacia donde me indicaba. Escarbé entre los cascotes, y al fin observé un marco de madera muy antiguo, y lo saqué de entre el polvo. El cristal se había roto, y una esquirla se me clavó en un dedo. Me chupé la sangre y observé la imagen. Era algo totalmente insólito para mí. Una amarillenta fotografía mostraba a un Guardia Civil de hace muchos años, con un poblado bigote, en traje de gala, sosteniendo en un brazo una imagen de la Virgen de la Cabeza. El fondo era el Santuario del Cerro del Cabezo, y en letra picuda de caligrafía inglesa se leía: “A mi hija con cariño. José. 1936”

Le quité las esquirlas sacudiendo el marco, y se lo tendí a la niña, que la estrechó en sus brazos dando un suspiro, y luego en un susurro me dijo: Era de mi abuelita. A continuación, probablemente por la mucha sangre perdida, quedó sin conocimiento.

Me incliné sobre ella. Cuidando de no moverla excesivamente, la tomé en mis brazos. Pesaba más de lo que mi maltrecha espalda podía soportar, pero en esos momentos solo pensaba que aquella criatura necesitaba auxilios inmediatos. El guardia que me había gritado momentos antes, notificó mi acción, y ya acudían dos policías nacionales gateando por los escombros. Al llegar a mi altura me increparon duramente, pero probablemente el aspecto de la niña y el mío propio debieron impresionarles, pues cambiaron su actitud. Me identifiqué verbalmente, y todo cambió. Ellos tomaron a la niña a su cuidado, y yo como mejor pude empecé a descender, cayéndome y dándome algún golpe más. Ya casi abajo, volví a ver el marco con la fotografía del Guardia bigotudo, que debió caerse de encima del cuerpo de la niña. Lo recogí con cuidado y llegué a tierra firme.

El desorden más espantoso reinaba por todas partes. De diversos puntos acudían ambulancias que rápidamente partían con su lastimosa carga. Había muchos heridos que estaban siendo atendidos allí mismo por numerosos médicos que veraneaban por las cercanías y que se presentaron espontáneamente. Varias cubas de bomberos aprovisionaban las mangueras que lanzaban chorros de agua tratando de sofocar el incendio, y los agentes de la guardia civil y policía local, algunos mostrando vendajes en cabeza o brazos, trataban de acordonar la zona, pues como de costumbre se sospechaba la existencia de algún otro artefacto criminal listo para explotar.

Pregunté a donde llevaban a la niña, que evacuaban en ese momento en ambulancia hacia Málaga, y traté de enterarme de lo ocurrido. Después de mostrar mi documentación, el oficial que estaba al frente de la fuerza actuante me informó amablemente. Todo parecía producido por un coche bomba de los terroristas de ETA contra la casa-cuartel de la Guardia Civil, y se temía que hubiera varios cadáveres bajo los escombros, además de mi amigo Julián, que había recibido el peor impacto de la deflagración, y cuyo cuerpo permanecía tapado con una sábana a la espera del Juez

Me ofrecí a colaborar, pero se me aconsejó recibir primeros auxilios en las ambulancias que seguían llegando, y luego irme a casa a descansar. Así lo hice comprendiendo que no podría servir para mucho allí. Una nerviosa enfermera trató mis desolladuras, aplicándome unos apósitos con desinfectante, y me despidió para atender a otras personas que requerían sus servicios. Volviendo a mi automóvil me marché de aquel lugar de horror. La carretera antes despejada y el paisaje alegre y luminoso de una hora antes, era ahora un atasco que la Guardia Civil de Tráfico era impotente para aclarar, y el ambiente era de miedo y tristeza. Lo más rápido que pude me alejé hacia mi casa.

Después de asearme y cambiar los harapos en que mi ropa quedó convertida, me dirigí al Hospital Materno Infantil, preguntando por la niña. Estaba muy grave, había perdido mucha sangre, y solo gracias a la pobre ayuda que yo le había dado se mantenía aún con vida, pero no se confiaba mucho en que se salvara. Debido a mi situación en Cruz Roja, conseguí autorización para pasar a verla.

En la cama, su cuerpecito apenas abultaba. Le habían reducido la rotura de la pierna que yo traté someramente, y gran parte de su cuerpo presentaba vendajes. Solo su carita estaba libre y unos preciosos ojos azules se destacaban en aquella faz de cera. La mirada perdida en el techo, apenas reflejaba vida, pero cuando me acerqué, parece que algo se movió en su interior, pues clavó sus ojos en los míos, y sin decir nada comprendí su súplica. Saqué el marco de la bolsa donde lo llevaba y se lo mostré, poniéndolo a continuación sobre su pecho, entre las manos que se aferraron a él. Aquella niña en su terrible situación estaba pidiéndole ayuda a aquella Virgencita que su bisabuelo mantenía en brazos.

Algo muy hondo me sacudió, y poniendo mi mano derecha sobre el cuadro donde la Virgen de la Cabeza se veía en brazos de aquel viejo Guardia Civil, musité una oración. La niña separó una mano del marco, y apretó la mía. No pude con tanta emoción, y después de inclinarme a dejar un beso sobre su frente, huí de allí con los ojos arrasados en lágrimas.

Durante un mes acudí todos los días al Hospital a interesarme por ella, pero no volví a verla personalmente. Supe su larga recuperación, al principio permaneciendo sola, luego teniendo cerca a su madre, también herida, pero de menor consideración, y finalmente su alta hospitalaria. Más de una vez quise luchar por vencer mi emoción, pero siempre me podía el recuerdo de aquel pobre angelito, mártir en una lucha que ella no comprendía, y una más entre el horror de los sesenta niños asesinados por los terroristas, en actos sin sentido, y terminaba por salir del hospital musitando: ¡Hasta cuando, Señor, hasta cuando!

Un día llamaron a mi puerta. El sonido del timbre fue breve, y cuando llegué a la cancela del jardín, no había nadie, pero un sobre grande estaba apoyado en los hierros de la verja. Un coche se alejaba calle abajo, y por el cristal posterior creí ver una cabecita rubia. Abrí el paquete, que contenía un marco plateado con una reproducción de aquella fotografía del Guardia Civil sosteniendo en sus brazos a la Virgen de la Cabeza.

Por un momento pensé que aquel paquete también podía haber sido una bomba de ETA que me hubiera destrozado, y que había obrado un poco imprudentemente, pero deseché esa idea y solo pensé en que desde este momento en que la tenía en mi casa una vez más, en una representación “sui generis”, la Virgen Morenita velaría por mí como supongo que viene haciendo desde hace años que llevo su medalla en mi coche y sobre mi pecho.

Rafael F. Díaz Nogueras

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